23 de febrero de 2010

Gonzalo

Los chicos de la otra cuadra están jugando al fútbol en el baldío de la esquina. Gonzi saca la bicicleta del garage, se sube y empieza a pedalear rumbo al baldío. Unos metros antes de la esquina sus pies comienzan a dudar. Frena. Sus ojos se mezclan con las piernas de los chicos: la pelota, el pasto seco, la tierra, el “pasamela”. Deja la bici en el piso. Las risas y las puteadas de los chicos de la otra cuadra (como los llama él) se acercan. Por un momento parece que se va a unir. Tiene muchas ganas de jugar al fútbol. Siempre tiene ganas. Pero (también como siempre) pega la vuelta, se sube a la bici y vuelve a su casa pedaleando impotencia.
Su papá está durmiendo la siesta, los ronquidos se escuchan desde la cocina. Gonzi busca en el segundo cajón del mueble viejo. Encuentra un bloc de hojas que logran iluminar sus ojos. Agarra una lapicera del mismo cajón, se sienta con las hojas bien agarradas en sus manitos y se pone a dibujar. Cuando se cansa, va a su cuarto y saca un libro de geografía de la biblioteca. Se acuesta boca abajo en su cama y se pone a ver las fotos de saturno, júpiter, marte. Los chicos de la otra cuadra siguen jugando al fútbol en el baldío de la esquina. Gonzi deja el libro y se acerca a la ventana. La imagen de los chicos sucios de tierra y llenos de felicidad le borra su sonrisa débil. Se aparta de la ventana y va al living a jugar con los autitos.
Algunos años después, Gonzalo se está duchando en el vestuario de la fábrica, luego de una larga jornada de trabajo. La cortina de su ducha es la única que está cerrada. Sus compañeros hacen bromas, se putean, pero él se mantiene al margen de todo eso. Está pensando en un número de teléfono especial. El número que le consiguió Pablo. De camino a su casa piensa en que su padre seguramente está durmiendo la siesta, y decide llamar desde un locutorio.
Si Gonzalo hubiera marcado el número, en este preciso momento podría estar con una sonrisa muy ancha, de esas que mostraba esporádicamente de niño. Del otro lado de la línea, una voz de mujer se mostraría amable y, tal vez, aceptaría una invitación para tomar un café con él. Pero Gonzalo sostiene el tubo del teléfono y no marca, el tono zumba en su oído derecho. Cuelga y sale del locutorio. Ya en la vereda, su mano derecha deja caer mucho más que un papel.

Diego M